Jesucristo vino cual Verbo para comunicar la verdad acerca de Dios. Los que le reciben pasan del reino de las tinieblas al reino del Amado Hijo y tienen la experiencia trascendental de ser transformados en hijos de Dios.
“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios.” Juan 1:12.
En los primeros versículos del capítulo 1 de Juan se nos muestra la preeminencia de Verbo encarnado, el Hijo de Dios, quien vino a alumbrar y a bendecir a los hombres, y a comunicarles la verdad acerca del Padre. En la relación de Jesús con las personas, no pasó por alto el pecado ni tampoco era indiferente al pecador. Revelaba el pecado esperando reconocimiento y arrepentimiento. No siempre lo obtenía, especialmente entre los fariseos y escribas obcecados. Pero cuando había confesión de pecado, de inmediato proporcionaba palabras de perdón a los arrepentidos.
Así el Señor se presentó a Israel, y algunos tuvieron que reconocer que “Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre” (Juan 7:46). Otros, al ver sus milagros se pasmaban por su poder, amor y sabiduría “y en gran manera se maravillaban, diciendo: “bien lo ha hecho todo” (Marcos 7:37). Por un lado Jesucristo era tan sencillo en su trato de la gente, tan poderoso en sus dichos y con tanta simpatía con los necesitados. Por otro lado quienes le escuchaban se sentían incómodos con la luz que escudriñaba hasta lo más profundo. Los líderes religiosos, frente al Verbo que enseñaba las verdades divinas se sintieron hastiados de él, tanto que le llevaron a Poncio Pilato a quien exigieron que fuese crucificado. Dios nos cuenta la historia en breves palabras: “a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11).
Esto ya sucedió hace 2000 años, pero Jesús por medio de su Palabra sigue presentándose a nosotros. Viene con la luz de la verdad y ofrece la vida eterna. Este tesoro no se consigue por medio de pertenecer a una iglesia, por buenas que sea, sino por medio del Salvador. No se obtiene por obras practicadas religiosamente, sino por la fe en Jesucristo. El texto de cabecera señala: “mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio derecho (potestad) de ser hechos hijos de Dios”. Uno llega a ser hijo de Dios no por nacer en una u otra religión, ni por ritos ni ceremonias, sino por recibir personalmente a Cristo, como acabamos de ver. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36). No hay otro nombre sino el del Señor Jesucristo que se deba invocar. No hay otro sacrificio por el pecado excepto el que hizo Jesús. Si usted le recibe en este instante tendrá la vida eterna.
Le invitamos a dar una sincera bienvenida al Salvador y recibir por la fe en él, el inmediato privilegio y bendición de ser hecho un hijo de Dios. –G. McBride/rc