“Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” Hebreos 12:2

La contemplación sincera del Señor Jesucristo sólo puede traer bendición al alma. Quien ve las perfecciones del Hijo de Dios y le reconoce como su Salvador considerando su obra en la cruz,  recibe por la fe la vida eterna (Juan 1:12). La bendición y gracia de Dios se derraman sobre aquel que mira con fe a Jesús. Hemos considerado brevemente a quién contemplamos y qué contemplamos en él. Ahora su persona nos lleva a preguntarnos: ¿cómo debiéramos contemplarlo? Puede haber muchas respuestas, pero de acuerdo con las Escrituras debemos mirar a Cristo…

Con gratitud y amor. La escena es sobrecogedora pues el Dios-hombre, nuestro sustituto, el Cristo sufriente, padece en la cruz, “derrama su vida hasta la muerte”, es “contado con los pecadores” y lleva “el pecado de muchos” (Isaías 53:12). Muchos cuadros, dibujos y esculturas pueden hacerse de la cruz, pero ni siquiera se pueden aproximar a retratar lo que aconteció en el Calvario. Ese momento único e irrepetible en la historia, evento trascendental que cambió por siempre el destino del hombre y de la creación ahora redunda en la salvación y vida eterna para todo aquel que cree (Romanos 1:16).

Con devoción y recogimiento. El que era santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y más sublime que los cielos (Hebreos 7:26) sufre y muere por los pecados que no cometió. El Padre desampara al Hijo para ampararnos a nosotros  (Mateo 27:46). Fue nuestro pecado y fue su amor lo que le sostuvo allí en la cruz, fuera de los muros de Jerusalén, hasta que todo ha sido cancelado, hasta que nada queda por hacer: “¡Consumado es!”, exclama el Hijo de Dios (Juan 19:30). Ya nos lo había anunciado proféticamente setecientos años antes: “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; Porque Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor”.

Con admiración y reverencia. Sus perfecciones brillan en la cruz. La ofrenda es acepta a los ojos de Dios, su vida ha honrado al Padre y su muerte le glorifica aún más (Juan 12:28). Sólo él ha sido capaz de presentarse por nosotros ante Dios y satisfacer sus demandas. Primero en su vida perfecta y luego en su muerte vicaria. Apreciamos sus perfecciones y atributos, y le honramos por ello:

Congregados en tu Nombre, Invisible, estás aquí.

Eres Dios, y también Hombre, Oh, Señor, ¡no hay otro así!
A tu Padre le diremos De la glorias de tu Ser,
Aunque poco comprendemos, De lo que Él sí puede ver.*

Con fe y confianza. Tal como lo hizo el malhechor poco antes de partir de este mundo. Nada tenía que ofrecer, nada podía pagar, nada podía ofrendar, y nada podía prometer. “Acuérdate de mí”, le ruega (Lucas 23:42), y como él cualquiera que acude a Cristo por la fe, es acogido, salvado, rescatado y reconciliado. Más aún, es hecho hijo de Dios. Así actúa el Salvador, así fue él: “Ten confianza; levántate, te llama” (Marcos 10:49), así es él: “al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).

Con obediencia y consagración. La contemplación de Cristo exalta su persona y desvanece la nuestra. Después de lo que él ha hecho por nosotros, sólo queda caer humillados y quebrantados a sus pies y reconocer que le debemos todo. El creyente en Cristo desea servirle y agradarle (2 Corintios 5:9). Podemos imperfectamente servirle acá, mas tenemos la esperanza de contemplarle en una nueva realidad, cara a cara, ya sin distorsiones. Anhelamos poder contemplarle y adorarle, servirle, darle la honra y reconocimiento que él merece, “en el día en que sin velo, le veremos en el cielo” (Himno 383). ¿Ha contemplado el lector a Jesucristo como su Salvador? rc

* David R. Alves

 

Lectura Diaria:
Génesis 15:1-16:16 [leer]
/Job 18:1-19:29 [leer]
/Mateo 8:28-9:17 [leer]