La obra de Cristo, sustitutoria, sacerdotal, separa al Cristianismo del Judaísmo y del Islam. No debe sorprendernos, pues, que la cruz ha venido a ser el símbolo de nuestra fe.

“Y él, cargando su cruz, salió” Juan 19:17

La cruz es una obra y un concepto multidimensional. Vimos muy brevemente que debe ser considerada  en su origen y forma. También debe serlo en su consumación y consecuencias. ¿Cómo terminó todo, y qué resultados hubo? La muerte de Cristo no fue derrota, mas fue el deliberado camino hacia la victoria. Después de que los hombres le crucificaron, Dios le vindicó. Fue levantado de los muertos, entronizado a la diestra de Dios y confirmado en un lugar de dominio y preeminencia (Filipenses 2:9). El dio y aun da el don del Espíritu Santo a todos quienes creen en él (Efesios 1:13). Es capaz de salvar perpetuamente a todos cuantos vienen a Dios por medio de él (Hebreos 7:25).

El pensamiento de su muerte y su suprema obra estaba claramente presente en la propia mente de Cristo desde el principio de su ministerio público. Al aceptar el bautismo de Juan él fue contado con los pecadores (Isaías 53:12). De este modo se identificó con los pecadores y conscientemente se estaba consagrando para el trabajo de llevar y quitar nuestros pecados (Juan 1:29). Más tarde, durante su ministerio y particularmente hacia el final, se hace patente que su resolución era inconmovible; así debía ser porque Dios así lo había ordenado: “y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día” (Lucas 24:46). Esta tarea estaba íntimamente ligada con su oficio mesiánico, y tan pronto los discípulos le confiesan como el Mesías (Marcos 8:29) él comienza a indicarles que, como Mesías, él debe “padecer mucho… y ser muerto” (Marcos 8:31). Es su voluntaria determinación. Simón Pedro provee una ilustración de un discípulo que ha reconocido la Persona de Cristo pero que estaba reacio a aceptar la necesidad de su humillación a la vergonzosa cruz. Cristo le enseña por una parábola vívida, al lavar los pies de sus discípulos. Esto y sus palabras (“Si no te lavare no tendrás parte conmigo” (Juan 13:8)) expresan imperiosa y dogmáticamente un principio inalterable: no hay entrada al Reino de Cristo excepto a través de la limpieza hecha posible por su sangre derramada. Es el poder salvador de la Cruz de Cristo, pues y tal como dijimos ayer, no hay sustituto para el sustituto.

Sin embargo, la obra de Cristo en la cruz nos deja con multitud de interrogantes, pero con unas pocas y trascendentales certezas. Si hemos de tener la seguridad de la salvación es a causa de la muerte de Cristo en la cruz, a través de la expiación. La cruz da esperanza a los cristianos en su pecado y en su sufrimiento. Si hay algún gozo,  fluye de la obra de Cristo en la cruz. La cruz nos protege de nuestra tendencia natural a reemplazar la verdadera religión con moralidad y la gracia de Dios con legalismo. Aparte de la expiación por medio de la obra de Cristo en la cruz, por su sangre derramada, seríamos eternamente condenados, culpables, por siempre avergonzados y condenados delante de Dios. No es así por la cruz de Cristo. Gracias a Dios por eso. –rc

(Continúa)

Lectura Diaria:
1 Samuel 14:1-52 [leer]
/Isaías 52:13-53:12 [leer]
/Romanos 1:1-17[leer]