El Hijo de Dios fue el rescate en lugar de muchos, un sustituto en beneficio de todos.

 

“La redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás” Salmo 49:8

El Señor Jesucristo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, como una carga que le oprimió de la misma manera que una carga física: Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros (Isaías 53:6). No fue virtual, fue real. Él fue hecho maldición por nosotros, maldición que la ley impone sobre aquellos que no la cumplen. Esto se expresó visiblemente en una muerte que la ley considera “maldita”. Así se cumplen las palabras del profeta: “él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5). Así, él fue el rescate en lugar de muchos, un sustituto en beneficio de todos.

Pablo nos enseña el mecanismo que hace posible nuestro perdón y salvación: nuestro pecado recibió la “paga” que demanda, nuestro rescate-sustituto fue identificado con ese pecado y fue clavado a la cruz, llevándolo en su cuerpo sobre aquella cruz. Así fue posible para Dios ser justo y además justificar al que tiene fe en Jesús (Romanos 3:26).

La muerte de Cristo es la propiciación por nuestros pecados y los de todo el mundo de la siguiente manera: Dios no sólo es perfectamente santo, sino la fuente y patrón de santidad, estándar de santidad. Él es el origen y sostenedor del orden moral del universo. Él debe ser justo, el juez de toda la tierra debe hacer lo que es recto, pues eso responde a su ser y a su gloria. Por lo tanto, era imposible por los requerimientos de su propio ser que tuviera que ver livianamente con el pecado, comprometiendo y poniendo en entredicho las demandas de su santidad. Si el pecado había de ser perdonado de verdad, debía ser sobre la base de algo que vindicara, resarciera o rehabilitara la santa ley de Dios, ley que no es un mero código sino el orden moral de toda la creación. Por tanto, tal vindicación debía ser supremamente costosa.

Preguntamos… ¿costosa para quién?, ciertamente no para el pecador perdonado pues no podría haber precio suficiente exigible para su perdón (“de gran precio”). Por un lado porque el costo está muy lejos del alcance del pecador y por otro lado porque Dios se complace en dar (Juan 3:16, Efesios 4:8) y no en vender. Por lo tanto, Dios mismo se hizo cargo de pagar un costo, ofrecer un sacrificio en una persona de su propia naturaleza trinitaria (2 Corintios 5:19), un sacrificio tan tremendo que la seriedad y el peso de Su condena hacia el pecado debía estar absolutamente más allá de toda duda incluso si él lo perdonaba, y al mismo tiempo el amor que lo impulsó a pagar el precio maravillaría a los ángeles y levantaría la gratitud y adoración del pecador redimido.

En el Calvario el precio fue pagado, pagado por Dios: el Hijo se dio a sí mismo llevando el pecado y llevando la maldición; el Padre dando al Hijo, “su único a quien amaba”. Fue pagado por el Dios hecho hombre, quien no sólo tomó el lugar del culpable hombre sino que fue su representante, pues sólo un hombre impecable –sin pecado– podía morir por el hombre, y solamente un Dios santo y justo podía satisfacer al Dios santo y justo. Su muerte vale por todos, su muerte es a favor de todos, su muerte es como si todos hubiesen muerto en él. Pablo lo dice: “Porque el amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que si uno murió por todos, luego todos murieron” (2 Corintios 5:14 [RVR1977]). –rc

(Continúa)

 

Lectura Diaria:
2 Samuel 10-11 [leer]
/Habacuc 2 [leer]
/Romanos 15:14-33 [leer]