El propósito de la cruz no es sólo librar al creyente de la culpa del pecado ante los ojos de Dios. Es también una parte esencial de la reconciliación que provee un motivo y también el poder para vivir una vida de santidad. Somos nacidos de nuevo, nuevas criaturas en Cristo, creados en Cristo Jesús para buenas obras.

“Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” Romanos 6:11

Hay otro aspecto de la verdad en cuanto a la muerte del Señor Jesús como nuestro sustituto, cuando por fe descansamos en la redención que es en Cristo Jesús: somos “unidos con él en su muerte”, o “unidos a El en la semejanza de su muerte” (Romanos 6:5 NVI, LBLA). En otras palabras, él murió como nuestro Representante, así como nuestro Sustituto, por tanto su muerte viene a ser nuestra muerte, y en él no sólo hemos pagado la pena del pecado, sino también hemos muerto al pecado, estamos “muertos al pecado” (Romanos 6:11). Esto quiere decir que el pecado no tiene más derechos sobre nosotros, y que nosotros no tenemos más derecho de hacer ninguna cosa con él: por derecho, y en pacto, hemos terminado con el pecado.

Es esta unión con nuestro Representante y Sustituto lo que también nos da parte en su Resurrección, que significa que también nos corresponde por fe el poder que le levantó de los muertos (Romanos 6:1-11; 2 Corintios 5:14; Efesios 1:19-20). Quien ha participado de la muerte y la resurrección de Cristo está en una nueva vida y condición, que le permite diariamente y en todo momento reclamar el poder de esa resurrección para vencer sobre el pecado (!).

Eso es porqué, en un aspecto, la cruz es un triunfo sobre Satanás. El pecado es esclavitud (Juan 8:34) y el diablo es un cruel amo, uno que “a sus presos nunca abrió la cárcel” (Isaías 14:17; Hechos 23:18; Hebreos 2:14-15). Jesucristo, por su muerte y resurrección conquistó los poderes del mal (Colosenses 2:15) y liberó a sus cautivos, los que reclaman su libertad. De ahí la nota de triunfante gozo, el canto de los esclavos libertados, que apreciamos en preciosos pasajes (Romanos 8:31-39; Apocalipsis 1:5). “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:5-6).

De este modo, la cruz está muy lejos de ser un mero evento histórico ocurrido hace dos mil años, independiente de nosotros, por la cual por una suerte de ficción legal de alguna manera somos perdonados, ¡muy por el contrario! Carnegie Simpson escribió hace muchos años: “El perdón no es sólo a causa de Cristo, sino en Él. No puedes tener perdón sin tener al Perdonador, sin admitirle a Él a una unión con tu mente y corazón y vida”.

Es verdad que somos justificados por la sangre de Cristo pues no hay bien de nuestra parte, pero esa reconciliación no es un hecho teórico ni un concepto judicial desprovisto de vitalidad. Nos es a nosotros un evento distintivo y único, nos es un nuevo nacimiento y una nueva creación, y su muerte y resurrección viene a sernos el poder generador de la victoria sobre el pecado, desde el momento en que somos reconciliados con Dios. Ese poder generador está disponible a nosotros sólo a través del Espíritu Santo, quien hace vital y efectiva nuestra unión con Cristo. Gloria sólo a Dios. –rc

(Continúa)

Lectura Diaria:
2 Samuel 19:9-43 [leer]
/Jeremías 3:6-4:2 [leer]
/Gálatas 4:21-5:9 [leer]