Prosiguiendo con su relato de las visiones que presenció, Juan nos introduce a una visión aterradora:

“Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos” Apocalipsis 20:11

En el capítulo 4 de Apocalipsis Juan es llevado al cielo y lo primero que ve es un trono y un arcoíris, que recuerda la divina promesa de clemencia y misericordia. En medio de ese trono hay… un cordero. ¡Qué extraño! Es un cordero muy particular, pues está como sacrificado (“inmolado”) pero aun así está en pie, y está en un trono, vivo, y delante de quien los salvos cantan.

Mucho después en el capítulo 20 ya no hay arcoíris, no hay misericordia, ni canto, ni alabanza, ni redimidos. Se ve al juez, y algo de su aspecto se describe en Apocalipsis 1:16: “Su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza”. Luminoso, irresistible.

Los cielos y la tierra huyen, como preparando el escenario para el momento en que la criatura se encuentra con su creador, finalmente. Dice Pedro el apóstol: “Los cielos pasarán con grande estruendo” (2 Pedro 3:10). Dijo el mismo Señor: “Los cielos y la tierra pasarán…” y lo único que queda, lo único que permanecerá es lo que Dios ofrece, su Palabra: “pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:25).

El inconverso verá el gran trono blanco y al que está sentado en él. Ahí estarán los imputados. Juan nos señala cómo aparecen los condenados: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios” (Apocalipsis 20:12). Cuatro veces menciona “los muertos”, pero no son todos los muertos pues hay algunos que “resucitarán primero” (1 Tesalonicenses 4:16), en la “resurrección de vida” (Juan 5:29) y no comparecerán delante de ese trono. Los que rechazaron a Cristo en vida, estando muertos en sus pecados (espiritualmente), mueren físicamente en ellos y resucitan para juicio, para enfrentar al juez que está sentado en el gran trono blanco. Pablo escribió a unos creyentes del siglo I: “Vosotros en otro tiempo estabais muertos” (Efesios 2:13), muertos para Dios, pero que habían sido vivificados por creer en el que dijo todos nosotros. “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).

Los muertos salen “del mar”, “la sepultura”, “el Hades”. Son resucitados para el juicio. Es el momento de recibir la condena final. Sin embargo, es aquí y ahora, en el mundo actual donde el ser humano con su actitud para con la palabra de Dios y con su Hijo determina su destino eterno. La evidencia está escrita: “los libros fueron abiertos” (v.12), “todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:13) y la Palabra de Dios entre aquellos libros que son abiertos también se abre, cumpliéndose una vez más con exactitud las palabras del Hijo de Dios, ahora juez de los muertos: “El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero” (Juan 12:48). Y los muertos fueron juzgados y condenados “cada uno según sus obras” (Apocalipsis 20:13). La responsabilidad es personal.

Ninguno de estos condenados tuvo jamás su nombre inscrito en el libro de la vida (v.15), libro que contiene los nombres de aquellos que pasaron de muerte a vida, los que nacieron de nuevo un día: “os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7), ser hecho hijo de Dios por la fe en Cristo y en su muerte. ¿Está su nombre escrito en el libro de la vida?” Este es motivo de gran gozo y tranquila esperanza que templa el alma del creyente, aun en medio de tribulaciones momentáneas y dolor en este mundo:  “Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:20). –rc

(Continúa)

Lectura Diaria:
Jueces 11:29-12:15 [leer]
/Isaías 32:1-20 [leer]
/1Corintios+10:14-11:1[leer]