“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4)

 

Jesús está enseñando a las multitudes y a sus discípulos. En sus palabras hay un mensaje cuyo énfasis va absolutamente en la dirección opuesta a la superficialidad y frivolidad de la vida según se vive en este mundo, entonces y ahora. Su palabra va contra todas las expectativas de quienes le escuchan porque Él les está diciendo que los que lloran serán consolados. Este mundo sólo quiere reír y disfrutar y en todo momento se trata de ocultar o maquillar el dolor, de presentar los unos a los otros un rostro despreocupado y libre. Sin embargo la experiencia nos enseña que hay mucho dolor en este mundo. En cierto sentido así tiene que ser pues desde la caída de Adán, el hombre padece las consecuencias funestas de la entrada del pecado en el mundo “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis 3:19).

Salomón escribió que hay un tiempo de llorar (Eclesiastés 3). La tristeza y el llanto están presente en la vida de muchos personajes bíblicos y es así como leemos de varios hombres de Dios que lloran en la Biblia: Abraham lloró a Sara; David lloró por soledad e incomprensión (Salmo 42) y también lo hace por la carga del pecado no confesado (Salmo 32); Jeremías llora por el juicio inminente contra la nación de Israel (Jeremías  9:1) Una mujer llora por devoción al Señor (Lucas 7) y otra  por haber perdido a su hermano (Juan 11:31). También tenemos ocasiones en que hombres lloran por causas incorrectas o francamente  pecaminosas, por fracasos o culpa. Así tenemos los casos de Amnón (2 Sam 13), Acab (1 Reyes 21:4) y David (2 Samuel 14 y Salmo 32). Todos los personajes mencionados lloraron, sin embargo, lo que Jesús nos está enseñando en Mateo 5:4 se refiere a un llanto que surge del corazón tocado por Dios. Es la “tristeza según Dios” de 2 Corintios 7:9-10. Es una emoción que surge de la obra del Espíritu Santo al hacer convicto de pecado a un hombre o mujer que le lleva a buscar al Salvador.

Nada podemos ofrecer a Dios y del profundo impacto y reacción emocional a este convencimiento, que no es otra cosa que el peso del pecado que sentimos gracias a la revelación divina, el pecador se vuelve a Cristo al ver su obra en la cruz, muriendo por sus pecados. Sólo aquel que reconoce su condición delante de Dios, y manifiesta verdadero dolor por ello está en condiciones de recibir la consolación de Dios. La entrada al Reino comienza con un profundo sentimiento de inutilidad e insuficiencia que nace de darnos cuenta de que somos pecadores y que estamos en bancarrota espiritual. Cristo recibe y salva a los que se saben necesitados y desvalidos, y cuyo corazón está por ello afligido,  tal como lo reconoció David: “yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí” (Salmo 51:3). Cristo consuela con la vida eterna al que en él cree: “al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). ¿Cuándo fue la última vez que el lector experimentó el peso del pecado en su corazón?, ¿Ha acudido a Cristo para salvación y consuelo? Entendemos entonces el mensaje de Jesús, que el camino a la felicidad pasa porque cada pecador sincere su alma delante de Dios reconociéndose perdido y necesitado. Sólo así puede ser consolado, sólo así puede ser salvado. rc

Lectura Diaria:
Ester 3:1-4:17 [leer]
/Zacarías 13:7-14:21 [leer]
/Apocalípsis 19:11-20:6[leer]