Desde el comienzo de su ministerio público, Jesucristo actuó en comunión con el Espíritu.

“Y vino una voz de los cielos que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia. Y luego el Espíritu le impulsó al desierto” Marcos 1:12-13

 

Cuando Jesús fue bautizado por Juan Bautista en las aguas del río Jordán, no comenzó de inmediata su misión de predicar el evangelio y anunciar la llegada del reino. Algo muy significativo ocurrió a Jesús. “Luego el Espíritu le impulsó al desierto” (Marcos 1:12). El Espíritu recién llegado sobre Jesús para guiar, socorrer, y acompañarle, le “impulsó al desierto.” Esto ocurrió inmediatamente después de la declaración del Padre: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia.” (Marcos 1:11). Desde el principio de su ministerio público, Jesucristo actuó en comunión con el Espíritu. Él lo llevó al desierto con un propósito: permitir una prueba especial que tuvo como fin dejar bien en claro que Jesús, el nacido de María en Belén, criado en Nazaret, y hecho carpintero al lado de José, no fue un ser humano cualquiera. Era Dios mismo en forma humana que había venido con el propósito de redimir al pecador. Había venido para quitar el pecado del mundo. Había venido para vencer al que tenía el imperio de la muerte. Había venido para ser nuestro Salvador. Su venida fue para la bendición de la raza humana, fue para la bendición mía y tuya.

El impulso del Espíritu no fue violento ni forzado, sino un acto de mutuo consentimiento. Fue según el plan divino que Jesús se retirara de la sociedad por cuarenta días. El número cuarenta en la Biblia siempre tiene que ver con un período de prueba, como fue con la lluvia caída por cuarenta días en el tiempo de Noé, y los días vividos por Moisés en el Monte Sinaí cuando recibió la ley de parte de Dios. Así también Jesús fue llevado al desierto por cuarenta días. El lugar adonde el Espíritu lo llevó sería un lugar remoto de las poblaciones y un lugar desolado. Fue donde no había otros seres humanos que pudiesen prestarle ayuda en su prueba. Tampoco lo necesitaba pues era el Hijo de Dios. El Señor estaba entrando en una nueva etapa de su vida en la cual estaría ocupado en sanar a los enfermos y predicar su mensaje de arrepentimiento y fe para entrar en el reino de Dios. Él iba a estar al servicio del pueblo como dice en Marcos 1:34, “Y él sanó a muchos que padecían de diversas enfermedades y echó fuera muchos demonios.” No sólo hacía milagros, sino también “fue predicando en las sinagogas de ellos en toda Galilea” (Marcos 1:39).

Jesús pasó los cuarenta días en el desierto bajo la constante guía del Espíritu Santo. Desde su concepción en el vientre de María hasta morir y resucitar, Jesús gozaba de la presencia del Espíritu Santo consigo. Es el evangelista Marcos que presenta al Señor Jesús cual Siervo Perfecto, Él que siempre hacía la voluntad del Padre. El Espíritu Santo es una Persona, igual que Dios Padre es una Persona. Por supuesto Jesús, el Hijo de Dios es una Persona. El Espíritu no tiene forma tangible. El Señor Jesucristo era tangible pues era un ser humano de carne y hueso. El Espíritu Santo es una Persona, y hoy tiene una misión importantísima en el mundo. Trabaja para contrarrestar la obra del diablo. Trabaja entre los que no conocen a Dios buscando convencerlos de su estado pecaminoso y la necesidad de buscar en Jesucristo la salvación. Trabaja también con los que son hijos de Dios, pues Él vive en ellos. Es un huésped divino y su labor es guiar al cristiano en todo momento para que seamos agradables a Dios. Impulsado por el Espíritu, Jesús fue al desierto. Los creyentes en Cristo son llamados a modelar sus vidas según el ejemplo supremo que tenemos en Jesús. Como Él fue siempre sumiso al Espíritu, así somos llamados nosotros a someternos a la guía de Aquel que ha hecho su morada en nuestro ser. Es por eso tenemos la exhortación: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30).

Lectura Diaria:
Números 14 [leer]
/Proverbios 11 [leer]
/1 Pedro 3 [leer]