La necesidad de expiación implica que Dios debía hacer algo costoso para reconciliar al hombre consigo mismo.

“Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” Romanos 3:23

Este no es un texto aislado sino el clímax de una presentación de hechos demoledoramente reales, para la cual Pablo extrae experiencias del mundo que le rodea y la evidencia bíblica del AT para mostrar que el hombre no tiene esperanza de salvación en sí mismo. Las palabras “están destituidos” son más bien “han quedado cortos” o “no alcanzan los requerimientos” de la gloria de Dios, y representan el hombre no puede salvarse a sí mismo y que, dejado a sí mismo, sólo perece. La necesidad de una expiación es, entonces, la condición perdida del hombre en su absoluta incapacidad de salvarse a sí mismo, y por otro lado el anhelo del amor de Dios de salvarle, lo cual es imposible dada su santidad esencial que le impide tolerar o disimular el pecado.

Dios escoge, diseña, plantea, esboza y perfila un método particular para reconciliar al hombre, a saber, la muerte sacrificial del Señor Jesucristo. Ningún otro sino Dios podía expiar el pecado. En uno de los pasajes más sublimes del Antiguo Testamento, Moisés prácticamente se ofrece a sí mismo como un sacrificio sustituto por el pecado de Israel pero Dios le rechaza diciendo: “Al que pecare contra mí, a éste raeré yo de mi libro” (Éxodo 32:31-33).  El salmista remarca la incapacidad del hombre de ofrecer un rescate monetario para redimir el uno al otro de la muerte eterna “Porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás” (Salmo 49:8). ¿Cómo hacerlo?

La Biblia habla de Dios “dando”, “enviando” y “no escatimando” a su propio Hijo (Juan 3:16, 4:10, Romanos 8:32), e incluso “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21), pero eso es en parte debido a las necesidades del lenguaje humano que no puede expresar los misterios de la Trinidad, y en parte debido a que la Encarnación implicó una subordinación del Hijo hacia el Padre. No obstante, nada en este lenguaje puede contradecir el hecho de la unidad del Padre y el Hijo (Juan 10:30), incluyendo por cierto una perfecta unidad de voluntad desde la eternidad y en particular desde el momento en que es el plan de Dios revelarse al hombre.

Sabemos que, desde que Dios comenzó a revelarse a sí mismo, siempre ha sido a través del Hijo (Juan 1:18). Lo que queremos decir es que la expiación y la reconciliación es el plan del Dios trino, y se manifiesta a nosotros en la persona del Hijo. Si las diferenciamos demasiado (las tres personas de la deidad), como ocurre al pensar en ellas como si fueran seres humanos individuales, caemos en contradicciones y conflictos pues pensamos humanamente, como en un Padre haciendo sufrir a su Hijo, en un Dios castigador hacia su Hijo inocente, y así sucesivamente. Nada más equivocado. La expiación se origina antes del inicio del tiempo en la sabiduría y amor del Dios trino (Apocalipsis 13:8). Ahora bien, en la ejecución del plan divino hay una diferencia de función que al final no es diferencia: El Padre “dio a su Hijo” (Juan 3:16); el Hijo “se dio a sí mismo” (Gálatas 2:10); el Padre “cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6); el Hijo “llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). Entonces todo eso fue en perfecta unidad de voluntad, de santidad y de amor. ¡No podía ser de otra manera! Pablo expresa esta unidad de la deidad en la expiación –y por ende en la salvación, la redención y la sustitución, adquiriendo esta última verdad consistencia y realidad– cuando dice: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). ¡Qué gran Dios-Salvador! –rc

(Continúa)

Lectura Diaria:
2 Samuel 3 [leer]
/Miqueas 6 [leer]
/Romanos 11:13-36 [leer]