“Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”. Hebreos 7:25

La venida de Cristo es un hecho portentoso y fundamental. Como ya mencionábamos ayer, no nos referimos a su nacimiento solamente, como un hecho aislado o inconexo, sino a todo lo que hay con relación a que el Hijo de Dios viniese a este mundo, según sus propias palabras “a buscar ya  salvar lo que se había perdido” (Mt 18.11, Lc19.10). A la luz de la revelación bíblica, la venida de Cristo reemplaza una serie de figuras del Antiguo Testamento, cuyo significado último pocos quizá pudieran haber vislumbrado en la antigüedad. Entre éstas, tenemos el sistema de sacerdocio y adoración, con su serie de instrucciones, reglamentos y ceremonias, donde es posible identificar esbozos de la vida de Cristo y trazos con respecto a su muerte expiatoria en la cruz, ocurrida miles de años después. El escritor a los Hebreos señala que los sacerdotes de la antigüedad servían a lo que era “ejemplo y sombra de las cosas celestiales” (Hebreos 8:5, RV 1569). Lo maravilloso es que con la venida del Cristo se reemplazan todos esos esbozos y sombras, y tenemos una realidad nueva, gloriosa y perfecta. Refiriéndose a esto, nos enseña que un sistema imperfecto es reemplazado por uno mejor, uno perfecto.

 

Como sacerdote, Cristo se presenta por nosotros ante Dios. Como ofrenda de sacrificio, él muere en la cruz por nuestros pecados.

“(Yo soy) el que vivo, y estuve muerto; y he aquí que vivo para siempre, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del infierno”. Apocalipsis 1:18.

“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios”. 1 Pedro 3:18

Hebreos 7:23-24 nos dice que “los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que por la muerte no podían continuar; mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable”. Un sacerdocio que nunca termina. Tenemos ejemplos del oficio sacerdotal de Cristo Jesús antes y después de su muerte en la cruz. Intercedió por Simón Pedro (“yo he rogado por ti, que tu fe no falte”), por los que le crucificaban (“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”), por el ladrón en la cruz (“hoy estarás conmigo en el paraíso”) e intercede ahora por los creyentes salvados. (Ver Lucas 22:32, 34, 43 y 1 Juan 2:2).

 

Qué maravilloso contar con este poderoso sumo sacerdote, que venció al pecado, el diablo y la muerte, y que al mismo tiempo conoce nuestras debilidades. Simón Pedro podría decir que ¡Jesús había rogado personalmente por él al Padre! Sin embargo, Juan el apóstol nos revela que el mismo Hijo de Dios intercede ahora también por los suyos y los defiende (1 Juan 2:2). Sin embargo, sus bendiciones y oficio son ejercidos para quienes le han recibido y son salvos, son cristianos de verdad. Aquellos quienes reconociendo su indignidad, ruina y pecado, y sabiéndose sólo merecedores de la condenación eterna han acudido a Cristo buscando el perdón de sus pecados. Aquellos que han visto más allá que un niño que nace en un establo sino al eterno Dios que ha venido para salvarles. A ellos él salva eternamente y perdona sus pecados. ¿Tiene el lector a Cristo como su defensor delante de Dios, como aquel que le libra de la ira venidera, o le tiene como juez? ¿Quién te acompañará en la hora de la muerte, como aquel malhechor convertido, que fue asegurado por Jesús mismo de estar con él en el más allá? Oh, que esta fecha atestigüe en el corazón de todos, examinando nuestros corazones para atraerlos a Cristo, reconociendo el profundo sentido de su venida, y las bendiciones que trajo para cada ser humano que crea en él. rc

 

Lectura Diaria:
Nehemías 8:1-18 [leer]
/Zacarías 4:1-14 [leer]
/Apocalípsis 13:1-18 [leer]