“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”. Mateo 5:3-4

Dietrich Bonhoeffer tenía 37 años en 1943. El cristiano estudioso, académico y pastor de una congregación había sido apresado por el régimen nazi. Aquel 25 de diciembre estaba solo en una solitaria celda en la prisión de Tegel en Alemania. Desde su soledad escribe con frecuencia cartas a sus padres y amigos. En una de ellas leemos: “una celda en la prisión es una buena analogía para este adviento (período de espera antes de la noche de Navidad). Uno espera, aguarda, hace esto, hace aquello, pero la puerta está cerrada y sólo puede ser abierta desde afuera”. Entonces, para Bonhoffer, este período se asemeja mucho a lo que ocurre con el hombre en la prisión de su propio pecado. Hasta que no venga Dios, no tenemos esperanza de liberación de esta cárcel. Estamos atrapados, condenados y la puerta está cerrada por fuera. Dependemos completamente de Uno que venga desde afuera a liberarnos. También hay otro aspecto en el nacimiento de Cristo el Rey que tiene mucho sentido para Bonhoffer y es que pese a este glorioso hecho el sufrimiento permanece. Hallamos libertad y esperanza pero al mismo tiempo el sufrimiento se queda. Como decía Martín Lutero: “Dios puede ser hallado sólo en el sufrimiento y en la cruz”.

Es en el sufrimiento del Hijo de Dios que encontramos a Dios. Desde su nacimiento en un olvidado pesebre hasta su muerte en la cruz, el Hijo de Dios sufrió. Cristo estaba acostumbrado al dolor, fue “experimentado en quebranto” (Isaías 53:3). Y porque a  Cristo le es familiar el dolor, también nosotros somos hechos partícipes al sufrimiento “Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación”. (2 Corintios 1:5) “Gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría”. (1 Pedro 4:13). Este hecho nos desconcierta. Cristo se hace débil y vulnerable para sufrir por nosotros. Sufre para pagar completamente nuestra deuda, nuestros pecados. Lo que esto significa es que si el creyente sufre no es porque Dios se ha alejado de él sino más bien porque Dios se ha acercado a él. Somos unidos a Cristo y compartimos sus sufrimientos “a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte”. (Filipenses 3:10).

Sin embargo, no todo sufrimiento tiene la impronta de la voluntad divina en su origen. Lo que Pablo nos enseña y las reflexiones de Bonhoffer nos confirman tiene que ver con los cristianos de verdad, los que han recibido a Cristo como su salvador. Los seres humanos sufrimos naturalmente por nuestro pecado. Sufrimos las consecuencias de nuestros desvaríos de la voluntad de Dios, de nuestra pretendida independencia que nos lleva a apartarnos por nuestro propio camino, como está escrito: “cada cual se apartó por su camino” (Isaías 53:6). El momento en que el hombre se ve desesperanzado, desprovisto de todo recurso y posibilidad de hacer algo bien, de hacer algo que a Dios le agrade, de salvarse a sí mismo y sufre y llora ante esa condición, recién en ese momento la gracia salvadora brilla en Cristo. Su venida gloriosa y su obra libertadora en la cruz se manifiestan para salvación y el ser humano obtiene de Dios la salvación y vida eterna. El texto que dice “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” nos enseña precisamente eso. Cristo salva, consuela y da vida eterna al que le recibe desde la pobreza en espíritu, la convicción real y profunda de indignidad para con Dios y el dolor que le produce al alma, que le lleva a buscar en Dios la liberación de su prisión. ¿Ha sido libertado el lector?. rc

 

Lectura Diaria:
Nehemías 12:1-47 [leer]
/Zacarías 8:1-23 [leer]
/Apocalípsis 16:1-21 [leer]