Una vez que el pecador ha puesto su fe en Cristo, Dios le declara justo, limpio y santo (1 Corintios 6:11). La fe del nuevo creyente le ayuda a comenzar una travesía progresiva y larga de separación del mundo.

“Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4).

Los efectos inmediatos de la fe que salva son la paz de Dios, “que sobrepuja todo entendimiento” (Filipenses 4:7) y el regocijo en la esperanza de la gloria de Dios, descrito como un “gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8). Sin embargo, al mismo tiempo en que es justificado, comienza la santificación. Muy pronto después de creer en Cristo el creyente aprende que el pecado ejerce su fuerza y constata su doble naturaleza: por un lado está la carne luchando en contra del Espíritu, la naturaleza pecaminosa oponiéndose a la gracia de Dios. Es entonces que el creyente comienza a echar mano de las promesas de Dios y, a ejercer una fe nueva en el poder de Dios y en su ayuda para vencer al mundo. El creyente se aparta del mundo, se aparta del mal y busca llevar su vida en la voluntad de Dios, viviendo por fe.

Esta fe, sin embargo, no es pasiva o negativa. Esta fe nos insta a apartarnos del pecado pero consecuentemente, también a ejercitarla de manera activa. Este es el sentido principal de la santificación: el ser apartado o separado para Dios, activamente, como lo fue el Señor Jesús en toda su vida terrenal. El mismo lo dijo a los suyos cuando pidió a su Padre por ellos: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Juan 17:19). La fe que santifica consiste en la apropiación y aplicación continua de las promesas de la Palabra de Dios y es por eso el Señor Jesús, la noche que fue entregado, cuando encomendó a los suyos al Padre para que los guardara del mal, enseña que la santificación se consigue siguiendo fielmente la palabra de Dios, con la ayuda del Espíritu al cual él ya había prometido enviar: “Santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad” (Juan 17:17).

La santificación del creyente es doble: por un lado el creyente ya está santificado, en lo que se ha denominado la santificación posicional (1Pedro 2:9). Por otro lado, es un proceso progresivo y que no termina sino hasta llegar a la presencia del Señor (2 Corintios 7:1). A medida que vamos siendo limpiados mediante el estudio y aplicación de la palabra de Dios, disfrutamos de la comunión con el Señor (Juan 13:8). Esta separación ha de ser buscada diariamente hasta conformarnos a su imagen perfecta (Hebreos 6:1), santificándonos y tomando con fe sus promesas y su Palabra para ello. Pablo exhorta a Timoteo en este sentido cuando le dice: “Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (2Tim 2:22). ¿Ejerce el lector la fe que santifica? Primero debe ejercer la fe que salva y recibir a Cristo. –rc