“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” Juan 3:16

El pecado ha arruinado la existencia del ser humano. No obstante, por virtud de la muerte de Cristo en la cruz, Dios ha enmendado lo que estaba estropeado. Ha provisto una forma –perfecta– de restituir la plenitud de esa existencia. Esta comunión con Dios es eterna, y no puede ser terminada. Lo grandioso de todo esto es que para los creyentes, al morir nuestros cuerpos, no experimentamos ningún quiebre en nuestra comunión con Dios en Cristo. Esa comunión es, más bien, perfeccionada, como dice: “los espíritus de los justos hechos perfectos” (Hebreos 11:23).

Esa comunión nunca termina ni terminará porque es eterna. Un momento acá en esta vida, con el cuerpo natural, con las sensaciones, dolores y vivencias de esta tierra. Un momento allá, en seguida, despertando a la nueva realidad, la de la comunión perfecta con el Dios eterno. El hilo conductor no se rompe en el salvado. Ya estaba durante la vida acá, y prosigue –perfecto– en la otra vida. Entre las dos realidades ¿qué hay? Existe la muerte, un paso crítico e inmediato a la presencia del Señor para todo creyente. Esteban nos lo reveló, cuando desde esta realidad terrena vislumbra extasiado la que le espera tan sólo unos momentos más adelante: “He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (Hechos 7:56). Un momento, un pasar, y experimentar el “estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5:8). La vida eterna es mucho más que vida que nunca termina, y no es afectada con la muerte física. ¿Cómo podría, si es infinitamente más que lo que podemos describir?

El Señor Jesús enseñó esta verdad a Marta cuando le dice “todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente” (Juan 11:26). ¡No morirá! y esa es la realidad gloriosa de todos los creyentes. Por creer en Cristo no hemos de morir pues tenemos vida eterna. No se ha de interrumpir lo que obtuvimos en el momento de nuestra conversión. Es que Jesús nos revela en su palabra lo que en verdad constituye la vida eterna: “Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). De eso se trata, de conocerle a él. Tal como Enoc en Génesis 5, que caminó con Dios y desapareció porque le llevó Dios, él tenía ya la vida eterna y continuó teniéndola una vez que partió. Su comunión con Dios era una realidad en esta tierra y –ya fuera del cuerpo– continuó teniéndola en plenitud en la presencia del Señor. La vida eterna es conocer a Dios en la persona de Jesucristo. ¿Tiene usted la vida eterna? rc

(Continúa)

Lectura Diaria:
2 Samuel 6 [leer]
/Nahúm 1 [leer]
/Romanos 13 [leer]