No sabemos su decisión final, ya no importa en cierta manera, pero ¿qué de la suya?

“Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido” Romanos 1:21

 

Desde dentro de la oficina se sabía cuando don Bernardo pasaba por la calle. Su silbo claro y penetrante se escuchaba claramente. Silbaba melodías de música clásica. Era su marca distintiva mientras caminaba hacia la panadería para comprar. De vez en cuando iba acompañado de un niño. Siempre saludaba con su cordial “buenos días” o “buenas tardes”. De vez en cuando se paraba para leer la Biblia con letra grande que está en la ventana, frente a la vereda. Leía en voz alta para sí mismo. En mi corazón subía una oración a Dios que la lectura de la Palabra le hiciera bien y que reflexionara sobre la necesidad de ser salvo. A menudo le pasé un tratado para leer y una invitación a asistir a las reuniones del evangelio. El local evangélico estaba a la vuelta de su casa y dijo que siempre pasaba por ahí. Si hubiera reuniones especiales anunciadas, me informaba que había visto los anuncios. Pero nunca entró.

 

Fue con sorpresa que le vi un día caminando con bastón, muy delgado y a paso lento. Pensé que estaba enfermo y tuve el fuerte deseo de conversar con él. Una tarde llegó adonde la Biblia abierta pero no para leerla. Fue más bien para sentarse a descansar frente a la ventana. Apoyado sobre su bastón me parecía que recobraba fuerza para seguir hacia la panadería. Salí a charlar con él llevando un tratado y preguntando por su salud. Admitió que tenía el cuerpo adolorido. Le hablé sobre la necesidad de ser salvo antes de dejar este mundo. Me cambió el tema.

 

Me preguntó por mi edad, pero realmente quiso decirme que el próximo domingo él cumpliría 79 años. Yo insistí en hablar de Cristo como el Salvador y me hablaba de conocer a San Felipe cuando era “ciudad entre las cuatros alamedas”. Hablé del cielo y las promesas de la Biblia que garantiza que ausente del cuerpo, el creyente está presente al Señor. Don Bernardo dijo que recordaba “las calles empedradas”. Cada pensamiento bíblico que le ofrecía no le hizo mella y me cambiaba el tema. Cuando se volvía de comprar el pan, crucé la calle para decirle que iba a orar por él. Ya que todavía la luz del evangelio no había penetrado en su corazón entenebrecido por la incredulidad. ¡Cuánto me habría gustado escuchar de sus labios que confió en Cristo antes que fuera demasiado tarde! Oré por don Bernardo. No sabemos su decisión final, ya no importa en cierta manera, pero ¿qué de la suya?  –daj